‘Esclavos de Franco’, de Chesus Calvo. Juan Rodríguez Millán

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Resulta bastante peculiar que haya acusaciones continuas contra quienes luchan por la memoria histórica. Pero tachemos ese término, de hecho, para quitar razones a quienes hablan de un uso partidista de estos recuerdos que no deberían borrarse nunca. ¿Qué sentido tiene esconder debajo de la alfombra los errores del pasado? ¿Por qué el hecho de que hayan sucedido tiene que invitar al olvido? ¿Qué motivación hay en que nadie recuerde las atrocidades cometidas en una dictadura? Las respuestas, si fueran asépticas y carentes de pasión ideológica seguramente serían coincidentes. Pero esas respuestas apenas existen. Esclavos de Franco es, en ese sentido, una obra de izquierdas, de eso no hay duda. Pero es que el terror histórico que cuenta es de derechas. Es así de sencillo. Lo triste es que obras como las de Chesus Calvo, en lugar de conmover e incitar a rebuscar en libros de historia, puedan provocar justo lo contrario, una rabia presente que añade aún más sinsentido y tratar de desmentir lo que sucedió hace tanto tiempo. Somos así. Puede notarse un cierto sesgo, mínimo, en la narración de Calvo, pero eso no resta nada de impacto a una historia que, en realidad, tendría que complementar libros de texto. Su pretensión es tan histórica como narrativa, y Calvo sale bastante bien parado de las dos interpretaciones de su trabajo.
El autor enmarca su obra en un círculo de violencia que tiene mucha poesía y un marco de tristeza que impregna todo el relato. Esclavos de Franco es un pesar continuo, es un relato íntimo de una de las atrocidades del franquismo que probablemente menos se conoce, la creación de campos de trabajo en el que presos habitualmente condenados sin garantías y por delitos inventados o directamente creados por puro odio ideológico eran los encargados de reconstruir la Espala herida que dejó la Guerra Civil. Eso sucedió. Y hay que contarlo. Ofenderse es el mayor de los errores ante relatos como este. Es verdad que en los diálogos de Calvo se escapan algunos que parecen influenciados por la época actual, conocedores del resultado de lo que sucedió en nuestro país durante las cuatro décadas de penosa dictadura. Pero hay en todo caso mucha autenticidad en cada pasaje. Quizá con más ambición se podría haber conseguido un cuadro más completo, mostrando el tortuoso laberinto al que tenían que hacer frente las familias para obtener información sobre los presos, o con las disputas en los despachos para rescatar a los combatientes internacionales. Lo que ofrece, en todo caso, es una historia tremenda que funciona muy bien, con personajes bien construidos y un escenario, pese a quien le pese, fascinante.
El dibujo de Calvo es eficaz, sin necesidad de que eso se sitúe por encima del tema tratado. No quiere alardes en el trazo, en realidad no los necesita, y se basa mucho más en una puesta em escena con muchos aciertos. La primera secuencia de Esclavos de Franco, como la última de hecho, habla por sí sola de lo que es capaz de conseguir el autor en estas páginas. Su apuesta está entre un realismo que se nota mucho en rostros y expresiones, y un cierto esquematismo que se nota en las figuras pero sobre todo en los escenarios. A nivel visual todo está pensado para que sea funcional, para que cada escena genere el impacto correcto, y para que nada distraiga del propósito revelador que tiene la historia. Es obvio que importa más lo que cuenta que la forma en que lo cuenta, pero aún así hay momentos de bastante lucimiento en el dibujo de esta obra. Esclavos de Franco es uno de esos tebeos que tienen una fuerza bastante considerable, y que se sitúan por encima de las polémicas que se puedan montar a su alrededor. O, mejor dicho, alrededor de los sucesos históricos que retratan. Calvo acierta en el tema, en la forma y en el fondo y da vida a un tebeo que provoca sensaciones muy duras e intensas. Como la misma historia que cuenta. Como todo aquello que los libros de historia no siempre cuentan y que la ficción rescata para que no lo olvidemos.
El único contenido extra es una introducción de Quique Gómez, de la Asociación de Recuperación de la Memoria Histórica de Aragón.
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