El subsuelo, de Víctor Solana. Gerardo Vilches

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Conocí a Víctor Solana hace unos pocos años, en GRAF, donde acudió con su sello Bistec Negro. Fanzines como el notable Látex y acero y XXX llamaron mi atención por alejarse de lo que suele encontrarse en las últimas corrientes de la autoedición española. Solana recreaba en esos cómics un universo áspero —tanto en lo gráfico como en lo temático—, de violencia, nueva carne y bondage. Cables, fluidos y cuerpos: cyberpunk vicioso y agresivo en el que, sin embargo, podían leerse algunas claves de nuestros tiempos que lo alejaban del mero ejercicio nostálgico de un género.
El subsuelo (GP Ediciones, 2019) es su primer libro. Ha trabajado en él durante bastante tiempo, en el que ha progresado mucho como artista y ha expandido aquello que se intuía en aquellas obras autoeditadas, que ahora podemos interpretar casi en clave de fugaces adelantos de lo que estaba por venir, porque, aunque no se explicite, es fácil encuadrar las historias que contenían en el mismo contexto que encontramos en este cómic largo que ha llamado mucho la atención, quizás por ser una obra con una contundencia inusitada en un autor novel.
Desde luego, el apartado gráfico es lo primero que llama la atención; Solana ha hecho un esfuerzo evidente por sorprender, por romper expectativas y no acomodarse en un sentido de lectura convencional. En ese esfuerzo por que cada página tenga algo único que llame nuestra atención a veces arriesga mucho y en un par de momentos se excede, pero, en líneas generales, consigue un equilibrio entre lo que nos exige como lectores y la legibilidad de la historia. Las composiciones de página más experimentales tienen un sentido siempre, normalmente relacionado con una intención panóptica: la manera en la que distribuye pequeñas viñetas con detalles concretos que se superponen a un plano más general recuerda, y no por casualidad, a David Rubín, una de las influencias de Solana, y autor, de hecho, del acertado prólogo de la obra. No puedo evitar pensar que El subsuelo viene a confirmar lo importante que fue para muchos autores Beowulf (junto con Santiago García, Astiberri, 2013) y, sobre todo, El héroe (Astiberri, 2010-11), por ser anterior, para demostrar que era posible realizar novelas gráficas personales jugando con códigos de género, sin dejar por ello de experimentar libremente con el lenguaje. Esa libertad y osadía son, en realidad, la mayor ascendencia de Rubín, más allá de recursos concretos. Solana se divierte en cada secuencia, y se autoimpone una interesante limitación de la que extrae brillantes efectos: el uso de una paleta de blanco, negro, azul y rojo. El contraste de azul y rojo, que en un principio puede resultar obvia por ser una oposición natural entre un color cálido y otro frío, sirve para marcar ritmos, destacar elementos o desvelar sentidos emocionales de escenas concretas. Podemos decir lo mismo de su trazo grueso, intencionadamente tosco, de la caricatura desde la que aborda las expresiones faciales o la manera tan plástica en la que deforma las proporciones de los cuerpos para enfatizar la violencia que siempre está presente.
Desde luego, recursos técnicos no le faltan, porque, aunque, seguramente, pocos lo sabían, Solana es, además de dibujante de cómics, un artista plástico de cierta trayectoria, con una obra pictórica que se mueve en claves formalmente académicas pero cuyos temas encajan con coherencia con los mostrados en su producción de tebeos. Hacen el amor en nombre del diablo fue una excelente exposición de su trabajo que pudo verse en la Swinton Gallery, y en la que el fanatismo y el mesianismo estaban muy presentes.

En El subsuelo se nos presenta una sociedad decadente en la que esas dos claves rigen la vida de los supervivientes de una catástrofe imprecisa, nunca explicada, que se retiraron al interior de la tierra y construyeron una ciudad, Ciudad Gas, gobernada por un loco deforme llamado Damabiah. Se trata de una historia que bebe de muchas fuentes sin replicar ninguna directamente, sino que se filtran por la mirada contemporánea de Solana. La saga de Mad Max, el manga cyberpunk, desde Alita a Akira, tal vez Blade Runner, la BD adulta de los años 70… Al fin y al cabo, la ciencia ficción se nutre y retroalimenta constantemente, y aquí lo que encontramos es una distopía oscura y salvaje, en la que la humanidad ha caído y se ha alejado de la razón, pero, paradójicamente, también de dios. La obra arranca con una reproducción del célebre God as Arquitect de William Blake, que ya nos sitúa en una clave panteísta, alejada de la idea de religión como opio del pueblo y más cercana al espiritualismo finisecular que practicó el propio Blake, en el que dios era la llave de la sabiduría. Los personajes de El subsuelo están perdidos y ciegos; su protagonista, incluso está literalmente ciega, aunque sea, como podemos esperar según los cánones del género, la que más cerca está de ver. Dulze es una suerte de oráculo, que, supuestamente, ha entrado en contacto con dios, o Sol, como ella lo llama. En cualquier caso, algo que puede arrojar luz sobre las tinieblas en las que están sumidos los habitantes de Ciudad Gas, pero también los tribalistas que moran fuera de sus límites. La idea de que hay otro mundo más allá del que conocemos por nuestros sentidos, otro tropo común en la ciencia ficción de clave distópica, se muestra aquí en su vertiente más desalentadora, pues el mundo en el que se arrastran y son explotados estos personajes dista mucho de ser una ilusión adormecedora como la de Matrix Un mundo feliz. Sin embargo, la droga krank funciona como una especie de opuesto al soma de aquella novela: quien la toma —y todo el que puede lo hace— se vuelve poderoso, pura potencia y carne. La felicidad no tiene cabida en este mundo: solo la rabia.

A partir de esta premisa, Solana desarrolla una historia de profecías, levantamientos y revelaciones, con una sentido de la historia muy clásico, en cuanto a su estructura, ritmo y puntos de giro, que, sin embargo, sorprende en determinados momentos y se guarda algunas cartas que el autor muestra en los momentos justos. Todo está teñido de una evidente crítica social: como toda buena ciencia ficción, El subsuelo puede leerse en clave de comentario del presente, si bien nunca cae en el dogmatismo, ni mucho menos en el moralismo. Dulze tiene ese punto conciliador y humanista de los personajes principales de los filmes de Hayao Miyazaki, aunque, lógicamente, todo sea mucho más punk que en estos. Resulta interesante que, como heroína, esté totalmente perdida, y solo un impulso no muy rotundo la guíe. Ella, como su amigo Niebla, quiere creer desesperadamente que hay algo más allá de lo que conoce. Y lo hay, aunque no sea lo que ella espera. Porque arriba, fuera de las cavernas, finalmente solo habita la muerte: el sol es viejo y mató todo lo que moraba la superficie terrestre. Lo más interesante y subversivo, si quiere verse así, es el hecho de que dios es, básicamente, un disco duro, un conjunto de bytes que almacena el conocimiento humano, liberado al final de la historia. Saber nos hace libres, pero el libre albedrío implica la incertidumbre con la que acaba El subsuelo. A partir de ese momento, quien escoja ser un fanático irracional será porque quiere. Si lo que sigue a las últimas páginas de este libro, por tanto, es un renacimiento o la caída definitiva, nunca lo sabremos, y en esa indeterminación se encuentra la prueba de la madurez y valentía de Víctor Solana como autor.

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